lunes, 21 de noviembre de 2011

Puerto de Rabat

El ya no creía en milagros. De hecho, había sido testigo de muchos, pero siempre le encontraba una explicación más digna de un hereje, que de un soñador como lo que realmente era. Y sin embargo esperaba uno desde hacía años, o aunque más no sea, una tenue sombra de intervención divina. Muy dentro suyo, él quería creer, aunque toda su lógica empírica y su egoísmo científico lo llevaran a combatir aquella inmortal frase “lo esencial es invisible a los ojos”.


Ahora, parado en el puerto de Rabat, tenía la mirada perdida en el mar azul. Los ojos habían visto lo esencial, y buscaban ahora restablecer un horizonte real ante semejante cimbronazo.


Había tenido un milagro en las manos, entre los brazos, en los labios. Sus ojos habían sido testigos del milagro. Y sucedió todo tan rápido que ni siquiera había tenido tiempo de asimilar el golpe. Había sucedido al fin, dando muerte a una densa espera de años y meses y días y horas.


Y con los ojos perdidos en el mar, buscaba una explicación racional que lo dejara conforme. Y no la había. No la encontraba tampoco, en caso de que la hubiera.


Ella había atravesado el inmenso océano, solo para refutar escepticismo. ¡Y vaya si lo había logrado! Trabajaba hacía unos años en una empresa de transporte comercial marítimo. Nadie entendió porque no hacia aquella travesía en un vuelo directo, en los asientos de primera clase que tenía la empresa reservados para aquellas cuestiones. Utilizó la excusa de aprovechar el barco para reducir costos, aunque nadie entendió tampoco la lógica de ahorrar algunos dólares a cambio de los días en altamar que demoraba la línea Marroquí en cruzar el charco. Para ella, era la excusa perfecta.


Lentamente nuestro escéptico reunió los fragmentos de lo que había sido hasta hacia unas horas, los guardó en su cabeza, y con las manos en los bolsillos salió en dirección al Lot 1, el estacionamiento, donde había dejado aquella eterna motocicleta, la que lo había acompañado en los atardeceres durante sus viajes por el Sahara.


- En realidad… - empezó a pensar, pero quedó en silencio.


En realidad no había nada que pudiera pensar en forma ordenada. Los recuerdos se le agolpaban tras los ojos. Las esperas vanas frente al fuego, las heladas noches en soledad, la lucha diaria por la supervivencia. El Sahara lo había ganado para sí, con esa particularidad que tiene el gigante africano, de convertido a uno en un Saharaui mas.


Cuando llegó la carta al campamento fue una revolución. Todos querían saber de qué se trataba. Una horda de chicos y jóvenes la llevaban en alto, corriendo, peleándose por ser quien la entregara en mano. Los adultos miraban aquel espectáculo completamente extrañados. Una carta. ¡Una carta! ¿Quién podría fuera del Sahara querer contactar a alguien de adentro?


Los ancianos se rascaban las barbas recordando la época de ocupación franco española, donde las cartas eran tan comunes que prácticamente no revestían mayor importancia, excepto claro, cuando la misiva era dirigida a algún alto mando del ejército. A diario los soldados recibían fotos y notas, pero los oficiales no. Ellos recibían papeles impecablemente blancos, escritos por la misma mano que escribía los libros, haciendo las letras todas iguales, todas perfectas, sin manchas de tinta. Los ancianos recordaban que esas cartas traían siempre cambios, y nunca eran buenos, excepto aquella vez que luego de leerla, un general Español dio la orden a sus oficiales de preparar las tareas de retirada. Aquella carta había traído el milagro palpable de que las tropas reales y las francesas comenzaran las tareas para retirarse definitivamente.


Los ancianos recordaban haber sido entonces aquellos chicos, peleándose por las cartas allá por el 56, para entregarlas en mano a cambio de aquellos dulces caramelos que los franceses les daban en agradecimiento.

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Incrédulo, la giró varias veces para leer el remitente. Cuando la abrió, aquella turba silenciosa de chicos dio un paso atrás primero, y luego sonrieron todos al ver la reacción del lector. De inmediato clamaron por la lectura en voz alta.


Ahora volvía al campamento. La motocicleta zumbaba entre sus piernas, con la mirada fija en el camino, y la mente gritando su ausencia.


Recordaba sus besos, su perfume, su mirada etérea.


- No va a ser esta la ultima vez – le dijo ella al despedirse.


“No va a ser la última vez”


Apenas unas horas atrás, el no creía en los milagros.

Y sin embargo había sido testigo en primera fila de uno de los más inesperados.